lunes, 21 de octubre de 2013

Vida de Sócrates. Antonio Tovar.

Antonio Tovar, Vida de Sócrates, Madrid, Alianza, 2007. (498 pp.)

La muerte de Sócrates. Jacques Louis David. 1787. (Fuente: Wikipedia)


En este nuevo post dedicado a la figura de Sócrates analizamos una de las mejores obras que sobre el tema se han escrito en castellano: Vida de Sócrates del filólogo español Antonio Tovar (1911-1985). Es libro que resulta ser el perfecto complemento a la obra que ya anteriormente comentamos de I. F. Stone porque parte de una gran veneración al filósofo griego acompañada de una inmensa sabiduría sobre el mundo clásico. Podemos destacar una idea de esta obra sobre el resto: la importancia de Sócrates (y nosotros debemos añadir que también su actualidad) está para Tovar en el hecho de ser un pensador «bisagra», es decir, por constituir de puente de mediación en un momento de gran transformación que nos lleva desde el mundo tradicional y religioso al mundo de la razón, al mundo moderno. La labor del filósofo griego en este momento es la de mantener un equilibrio entre cada una de las tendencias, de constituirse en virtud frente a lo que Tovar considera como dos excesos.Si, por otra parte, tuviéramos que destacar algún punto negro de la obra que ahora comentamos yo señalaría personalmente el trato injusto que Tovar dispensa a los sofistas, un trato del que el propio autor llegará a arrepentirse más adelante. Pero pasemos a comentar en detalle cada uno de los capítulos: 

Capítulo I. El problema histórico.

En este primer capítulo Tovar se acerca a las fuentes históricas que deben considerarse a la hora de analizar la figura de Sócrates.La fuente más antigua e inmediata son los poetas cómicos, entre los que destaca la figura de Aristófanes. Para éste Sócrates representa todas las novedades que trae consigo una época desfavorable para Atenas. Sócrates se convierte en blanco de las críticas de los cómicos tras su valiente comportamiento en la batalla de Delión, esas críticas tendrán un gran peso en el momento del juicio.Por su parte, los discípulos socráticos presentan numerosos problemas en tanto fuente histórica a partir de la cual considerar la figura de Sócrates. Tovar nos pone en guardia acerca de la forma en que debemos considerar el mensaje de los discípulos socráticos ya que en sus obras no trataban de exponer las ideas del maestro sino continuar con su obra: «No había nacido aún la historia de las ideas, y los discípulos todos, dominados también por la conciencia de misión que había poseído el maestro, exponían en sus diálogos la doctrina viviente que ellos interpretaban, vivían y continuaban a su modo, sin llegar al sentido histórico de percibir lo que era suyo y lo que era ajeno.» (p. 33).Platón se ha presentado a sí mismo como el verdadero conocedor del mensaje socrático. Durante el siglo XVIII, la Ilustración halla más adecuado el Sócrates de Jenofonte que el de Platón, Schleiermacher vuelve a revalidar a éste último como fuente histórica en el siglo XIX y, todavía, este consenso prevalece en nuestros días hasta el punto de que ya nadie se atreve a volver en exclusiva al Sócrates jenofontíaco. Tradicionalmente se ha reprochado a Platón el hecho de alejarse mediante la especulación de forma excesiva de los problemas estrictamente socráticos, por lo que siempre se había considerado preferible el desapasionamiento que es marca característica de Jenofonte. Los estudiosos han demostrado recientemente que ese desapego no es más que fruto de la falta de cercanía a la problemática de la filosofía socrática.Entre los socráticos menores debemos destacar sobre todo la figura de Antístenes, del que sabemos más bien poco. En su obra se acentúan lo0s rasgos normativos, éticos y prácticos de las enseñanzas de su maestro (quizás debido a la influencia de los sofistas, del que fue discípulo): se preocupa por la educación, por la autonomía del hombre ético y por el concepto de virtud. Del mismo modo que Platón y Jenofonte, pone en boca de Sócrates sus propias ideas.Con gran esperanza fueron acogidos los testimonios de Aristóteles como fuente histórica acerca de Sócrates por parte de los autores modernos. Pero estas esperanzas también han quedado muy limitadas, sobre todo a partir de los trabajos de H. Maier: Aristóteles recibe y acepta sin más la imagen de Sócrates que Platón y Jenofonte le ofrecen.Las fuentes posteriores combinan datos procedentes de los socráticos con la invención interesada (un nuevo elemento que entra en la historia de la filosofía a medida que ésta se desarrolla). Especial importancia en la deformación socrática tiene el peripatetismo, incapaz, como por definición siempre lo es toda filosofía sistemática, de entender adecuadamente toda filosofía distinta: Aristóxeno, por ejemplo, nos habla de Sócrates como un libertino, bígamo y usurero. Más tarde, entre los cristianos, Sócrates alcanza gran relevancia: su optimismo racionalista fue visto como precursor del cristianismo y, de ese modo, sus ideas fueron puestas en concordancia.En general la figura de Sócrates ha sufrido innumerables cambios a lo largo de su historia, todos ellos en función de los intereses predominantes en el momento: «La humanidad ha visto, a partir especialmente del siglo XVIII, un Sócrates ya metafísico, ya dialéctico escéptico; ya racionalista y crítico, ya piadoso y místico; ya individualista e ilustrado, ya sometido; ora científico y especulativo, ora práctico. Y así las contraposiciones pueden alargarse hasta el infinito.» (pp. 52-53).Capítulo II. Genio de Atenas.No es posible el estudio de Sócrates dejando a un lado su ciudad, Atenas. Resulta imposible entender a nuestro filósofo y su pensamiento sin tener en cuenta los problemas y especiales características del lugar donde habitaba (un lugar que no abandonó en toda su vida salvo por razones religiosas o militares). Ejemplo de su peculiaridad es el error que cometeríamos al considerar la democracia ateniense como algo progresista y revolucionario. Todo lo contrario, se trata de la forma política más arraigada en la tradición de Atenas. Son, en cambio, los tiranos del siglo VI y los jóvenes libertinos de los siglos V y IV los que representan, junto a los críticos de la democracia, la política verdaderamente revolucionaria y progresiva.La Atenas en la que Sócrates desarrolla su actividad filosófica es una ciudad que ha alcanzado su mayor momento de plenitud y que acaba de entrar en una época de decadencia, se trata de una situación que Tovar califica de «crisis decisiva». En los años centrales de su vida se produce una ruptura del lazo que une al hombre con su ciudad. En esta situación Sócrates cumple un papel sumamente paradójico: en un intento de salvar a los atenienses de los excesos del individualismo, nuestro filósofo se convierte en la individualidad más fuerte de toda la ciudad. Según Tovar a Sócrates se le debe el hecho de que el espíritu de Atenas no se haya extinguido más rápidamente: Sócrates, según el autor, «tuvo el valor de ser cobarde», es decir, vio la necesidad de poner freno en la carrera hacia el racionalismo que jonios y sofistas habían puesto en marcha. Su tarea lo transformó en un personaje poco agradable para los demás el cual, del mismo modo de Solón (pero en este caso desde el plano de la moral), no duda en atacar al pueblo con injurias y cantarles las verdades para lograr o mantener la corrección y elevación de la ciudad. Esto no debe llevarnos a considerar a Sócrates como un personaje reaccionario que se considera a sí mismo en una época indigna y degenerada, pero tampoco debemos pensarlo como un vulgar acomodado, más bien se trata de una figura causante de inquietud para los atenienses debido a su profunda preocupación por el devenir de la ciudad, por la progresiva pérdida del ideal que Solón denominaba eunomía: «Se trata de que los ciudadanos no se vean obligados a altos tapiales para defender sus propiedades, ni tengan que encerrarse en el último rincón de su casa, sino que disfruten en la plena comunidad ciudadana, de una vida en la que el individuo no se separe de los demás, ni se vea obligado a rodearse de una hostil cerca.» (p. 65).Capitulo III. Cañamazo de datos.Sócrates nos cuenta que en la Atenas que conoció vivían alrededor de unos doscientos mil habitantes (aparte de los esclavos). También sabemos de su propia boca que su madre, llamada Fenáretes, era partera (tras haber quedado viuda) y que su padre, Sofronisco, era un escultor de taller, un artesano. Tenemos que, de ese modo, Sócrates no nació entre la aristocracia, su padre era una bánausos, un artesano dedicado a un trabajo servil. La pregunta que entonces se hace Tovar y nosotros con él es: ¿por qué Sócrates no se dedicó a la escultura? ¿Qué lo llevó a desencantarse de la tradición familiar? Tovar supone que las innovaciones en materia de arte durante la época de Sócrates habían reducido al artesanado arcaico a algo rudimentario, repetitivo y tosco. Algo definitivamente anticuado. Ponerse al día en lo referente al oficio paterno pudo haberle otorgado su primer punto de contacto con la teoría, ¿por qué entonces, se pregunta Tovar, no dar un paso más y acercarse directamente a la especulación filosófica?Tenemos muy pocos datos acerca de la juventud de Sócrates incluso aunque prestemos atención a las falsas anécdotas y chismorreos. Los peripatéticos le acusan de poseer una naturaleza llena de pasiones y de malas tendencias: colérico, usurero y dominado por deseos sensuales. Algunas de esas acusaciones, como la de avaricia, son simplemente absurdas. En cuanto a su carácter colérico, queda desmentido en numerosas ocasiones como, por ejemplo, en las anécdotas que lo muestran soportando el carácter colérico y brutal de su esposa Xántipa. Otras de las falsas acusaciones que se achacan a Sócrates fue la de bigamia, se trata de un molesto chismorreo que proviene a su vez del debate acerca del escaso relieve que tendrían en el futuro los hijos de Sócrates (del mismo modo que se había criticado a los hijos de Pericles o a los de Temístocles).Más atención presta Tovar a las relaciones homosexuales de Sócrates. Los biógrafos nos muestran por un lado a un Sócrates que se deja llevar por un temperamento bajo y sensual, mientras que por otro nos habla de un Sócrates partidario en el amor del apartamiento y la abstención, considera que el amor es un riesgo y una locura que hace al hombre esclavo. Para Tovar ambas visiones pueden tener algo de verdad. En el Banquete  de Platón encontramos la famosa historia de que Sócrates despreció a Alcibíades, para Tovar es una muestra de que, a pesar de su dominio sobre las pasiones, el maestro no estaba libre de ellas. Se trata del dominio de sí mismo, una idea que fue por primera vez introducida por nuestro autor en una época, además, en la que resulta de especial importancia (debemos de pensar en los excesos llevados a cabo por Critias o Alcibíades, por ejemplo). Es ese dominio heroico de uno mismo el que hace salvar la vida cultural del mundo antiguo.Este dominio de sí mismo (que Tovar lo considera el carácter moderno de Sócrates) queda patente en el desprecio de las riquezas del maestro. A diferencia de los sofistas, Sócrates no estaba interesado en sacar dinero de sus enseñanzas. Pero, ¿cuál era la situación económica del filósofo? Aunque Sócrates no miraba con buenos ojos los socorros que el estado democrático ponía a disposición de los ciudadanos por asistir a la Asamblea y tomar parte del Tribunal, debemos señalar que gracias a esa elevación de los artesanos y los ciudadanos pobres Sócrates llega a la condición de verdadero hombre libre. Sócrates vivía gracias a la renta de setenta minas que constituían los ahorros de su padre, una renta que le permitía servir en el ejército de hoplita (es decir, lo sitúa en la clase media). Sin embargo, esta situación económica empeora considerablemente al final de su vida, sobre todo a partir del matrimonio encontramos numerosos testimonios de la pobreza de Sócrates.¿Cuándo toma Sócrates conciencia de su misión? Los autores modernos suponen que su celebridad comenzó en Atenas cuando se destacó en el sitio de Potidea, salvando la vida de Alcibíades, en esta campaña así como en otras en las que luchó (Delión o Anfípolis), Sócrates da muestras de gran resistencia a las penalidades de la guerra, conservando el valor y el dominio de sí mismo en todo momento.Para finalizar con este capítulo, Tovar nos ofrece algunas impresiones acerca de la ironía socrática. Según Aristóteles, dos rasgos caracterizan a los ironistas: hablan quitándole a todo importancia (con lo que ganan la simpatía de los otros) y suelen dedicarse a criticar la opinión común. Ambos rasgos son cumplidos por Sócrates. Cuando más duro se mostraba Sócrates, menos parece sentirse cercano a la verdad, excepto de que la duda está más cercana a la verdad que la falsa certeza. La ironía socrática era, además, su disfraz ante las reservas de las novedades que traían su siglo. Pero estos rasgos no restan misticismo a su pensamiento: era capaz de dejarse llevar por la abstracción más sublime y de sentir gran indiferencia hacia lo corporal. 

Capítulo IV. La filosofía entra en Atenas.
Tovar nos presenta a Sócrates como un pensador bisagra, es decir, un filósofo que vive en un momento de profundo cambio, entre dos aguas de pensamiento: es el paso del mito y la leyenda a lo humano y comprobado. La filosofía, nos dice Tovar, no pudo nacer en Atenas, tan arraigada en las costumbres y tradiciones ancestrales. La filosofía nace en las colonias, donde los hombres eran libres por su desarraigo y por haber nacido en una sociedad más abierta y desarticulada. Solo más adelante, cuando las cosas cambiaron bastante, cuando Atenas se convierte en el centro espiritual de la vida griega (en plena madurez de la tragedia, de la vida política, etc.), un filósofo como Anaxágoras comprendió que el futuro de la filosofía estaba en esta ciudad. La gran intuición de este filósofo presocrático fue la de llevar a la gran polis su idea del nous como principio inmaterial. A pesar de que pasó la gran parte de su vida transcurrió en Atenas, el pueblo siempre consideró a Anaxágoras como un extraño, sobre todo debido a su independencia en materia religiosa. Tan solo es entre la alta sociedad, que empezaba a desligarse de la vida comunal de la ciudad, donde nuestro filósofo encuentra su lugar.
¿Cuál fue la relación entre Anaxágoras y Sócrates? Aunque los testimonios son poco claros al respecto parece que podemos afirmar con seguridad que Sócrates no fue discípulo directo de Anaxágoras. Las doctrinas de éste último parecen haber llegado a nuestro filósofo a través de un tal Arquelao que Tovar considera como hecho a medida para servir de nexo entre la filosofía jonia y la de Atenas. Son varios los testimonios que presentan a Arquelao como maestro de Sócrates. Con este maestro empapado de los tópicos de los físicos el joven Sócrates inicia su andadura en la filosofía (alrededor de los diecisiete años) hasta que se da cuenta de la insuficiencia de dicho pensamiento, de sus límites. En el diálogo platónico Critón nos habla de cómo fue consciente de esos límites y cómo dio inicio a una «segunda navegación»: la que lo llevaría a buscar el fundamento y la explicación del bien. Como nos dice Tovar, «era el momento de hacer bajar la filosofía del cielo.» (p. 128).
Existe además un riesgo que diferencia profundamente a Sócrates de los filósofos jonios: el problema de la diferenciación. Mientras que éstos últimos trataron sobre todo de singularizarse, de mostrarse como seres aparte, Sócrates, haciendo suya la norma de los siete sabios, procuraba no diferenciarse del resto de la gente. Ahora bien, su condición de filósofo no le permite ir por ese mismo cauce: «Sin embargo, algo fatal pesaba sobre su vocación de filósofo, y Platón lo ve muy bien: ni la riqueza le entusiasma, ni concede valor al abolengo, y las gentes se ríen del filósofo, ser aparte y distinto, y aún más que reírse: un filósofo se hace motivo de ira para el pueblo, como Tales lo fue para su criada.» (p. 133).
La facilidad crítica de los filósofos jonios los conduce irremediablemente al escepticismo. Una desconfianza en la razón que no trata de ninguna manera de ser superada, sino que cae en la resignación (algo que queda acentuado mucho más en la segunda generación de filósofos jonios).Es esta superación del escepticismo la que lleva a Platón a calificar de doxa las afirmaciones que los jonios y los sofistas habían calificado de episteme, de científicas. En esa actitud hay que ver el afán de exactitud que siempre había caracterizado a Sócrates, un afán que le llevó a abandonar las sublimes especulaciones para centrarse en una actitud modesta y contemplativa: la ética orientada hacia la propia conducta. Esta renuncia a los demás saberes no impide en cambio a Sócrates poseer una gran confianza en el razonamiento lógico.
En definitiva, Sócrates encarna el momento único de la entrada de la filosofía en Atenas. Tras él, la ciudad pierde el contacto científico con la realidad y renuncia a la curiosidad, quedando simplemente en un cultivo rutinario y profesional de la filosofía.

Capítulo V. Sócrates en la religión helénica.

Es en el terreno de la religión donde hay que buscar la clave de Sócrates según Tovar. El fundamento de la religión está ligado para el maestro a las divinidades del lugar, la veneración a los viejos cultos, especialmente a los heredados de los padres. Esta sumisión no debe ser confundida con la superstición hipócrita de la que hace gala Platón en las Leyes donde trata de sacar provecho de la utilidad política que puede tener la religión. En Sócrates encontramos en cambio una religiosidad espontánea y fiel, íntima y personal.
Dos corrientes contrarias agitan desde el siglo VI la religiosidad helénica: la corriente legalista y la corriente interiorista y mística. Sócrates es un firme partidario de la primera: «El que sabe la manera legal de honrar a los dioses es el que les honra debidamente, con justicia. Ese es el verdadero hombre piadoso.» (p. 148). Este legalismo, esta exterioridad, estaba en el autor que estamos estudiando complementada con una religiosidad personal en un equilibrio difícil de comprender para los hombres de su tiempo (que le acusarían de hipocresía) e incluso para nosotros. A diferencia de los filósofos jonios (pensemos e Jenófanes, por ejemplo), Sócrates acepta toda la tradición religiosa, desde Homero y Hesíodo hasta la religión tradicional, sin el mínimo de crítica, en una muestra de la superación de un racionalismo ingenuo y optimista que es propio de los filósofos anteriores. Tovar nos dice que pone en la piedad una frontera a la razón.
El filólogo español destaca la labor de Sócrates en cuanto factor de progreso religioso. La clave de nuevo se encuentra en el equilibrio: fue capaz de asimilar la filosofía racional jonia para utilizarla, no con fines destructivos, sino para tratar de elevar la religión desde su estado primitivo. En ese sentido, Sócrates concibe la idea del dios escultor u ordenador, que inaugura el camino para la idea teística del Dios único: el mundo le parece bien hecho y los seres humanos bien construidos, eso le habla de un dios benévolo que ama la vida y que aborrece la muerte. Por otro lado, Sócrates lleva los dioses antiguos a la conciencia, es decir, convierte en moral la religión heredada, haciendo del legalismo imperante en su época una cuestión interior. También se encuentra en Sócrates, según Tovar, una crítica del politeísmo tradicional (por la dificultad de establecer el concepto de justicia debido al gran número de dioses con pareceres contrarios), también el juicio negativo hacia la creencia tradicional de hacer a los dioses independiente de lo pío y lo impío, además de la crítica hacia la relación utilitaria de los hombres con los dioses. Aunque muchas de estas ideas no fueron planteadas por Sócrates en primera instancia, el pueblo de Atenas, con la sensibilidad exacerbada tras las tremendas convulsiones políticas de los años finales de la guerra del Peloponeso, se mostraba especialmente sensible hacia todo intento de modificar la religión siendo por ello incapaz de reconocer a sus dioses tradicionales en la elevación que trataba de llevar a cabo Sócrates, por lo que terminó por volverse en su contra y por llevarlo a la muerte.
Pasamos a analizar a continuación la relación de Sócrates con la religión de Apolo. Son muchos los testimonios que nos hablan acerca de una relación que se palpa, por ejemplo, en el hecho de que la misma base de toda religiosidad socrática descanse sobre el respeto a las normas tradicionales de la ciudad. Todavía es más importante esta dependencia si atendemos a su relación con el Oráculo de Delfos. Tovar nos habla acerca de  la profecía que el oráculo dió a Querefón y nos muestra cómo dicho mensaje se convierte en máxima de vida para el filósofo griego, en conciencia de su misión (una verdadera «conversión» de tipo religioso).
En resumidas cuentas: «Sobre un fondo angustioso y desesperado, Sócrates renovó y elevó la religión helénica. Se inclinó marcadamente hacia la corriente legalista y apolínea, pero con un respeto total hacia el conjunto de la religión popular. Buscó el contacto lo más directo posible entre el hombre y la divinidad. Moralizó la religión, al establecer con decisión el carácter moral de los dioses -aún rozando en este punto declaradamente los sentimientos religiosos populares.» (p. 172).

Capítulo VI. El uso de la razón.

Cuando los sofistas habían introducido el dominio del pragmatismo y lo relativo, asistimos a la búsqueda por parte de Sócrates del completo absoluto, de la verdadera filosofía y de la verdadera ciencia.
La base de la doctrina socrática se encuentra en el siguiente principio: no hay sino un bien, el conocimiento, y un mal, la ignorancia. Ese mismo principio, nos dice Tovar, es la base se su optimismo: el logos, la razón, no es simplemente un instrumento, sino una realidad autónoma que se impone a la mente y la arrastra y que pone al hombre en contacto con un mundo más alto: el mundo racional. Sócrates descubre la validez universal y absoluta del pensamiento, un descubrimiento que hizo posible la ciencia.
El método mayéutico es el método mediante el cual Sócrates pretende aproximarse con la razón individual a esa misteriosa razón que existe por sí y cuyo descubrimiento es el fin del saber, un saber que conduce a la felicidad. Sócrates se compara con una partera que trata mediante el diálogo de descubrir la verdad en el alma de los otros. Esta mayéutica tiene algo de magia, Sócrates confiesa que las verdades a las que llega no son suyas y que, por otra parte y aunque asombrosas, no son más asombrosas que el niño que ayuda a traer la partera. En ese sentido la mayéutica muestra la doble dimensión de la modestia socrática, una modestia que desde el plano filosófico resulta especialmente interesante puesto que en ella se fundamenta la famosa sentencia: «solo sé que no sé nada», resultado de una fundamental desconfianza: Sócrates no quiere hacerse ilusiones de que sabe algo cuando en realidad nada sabe.
No debemos caer en el error de pensar que el saber racional era lo único que interesaba al conocimiento socrático: existe una corriente irracional, profunda, que se manifiesta en la vida griega y que también está presente en Sócrates. Tovar vuelve a insistir en la misma idea clave: Sócrates sabe situarse en un término medio entre ambas corrientes, supo ver con una anticipación y claridad propias de un genio los peligros del exceso del racionalismo que, como una epidemia, se extiende entre la juventud de la Atenas del siglo V (una epidemia que los filósofos jonios y los sofistas ayudaron a extender con su labor educativa). Sócrates trata de evitar esta expansión (o por lo menos de retardarla en todo lo posible) de la razón libre y sin respeto por lo tradicional, es consciente de que la filosofía no puede ni debe sustituir a la vieja religión por eso elige la difícil vía del término medio que consiste en la racionalización de lo tradicional y en la conciliación de lo racional con la tradición.

Capítulo VII. La educación del hombre.

Resulta ser una visión bastante lúgubre de la educación la que nos ofrece Tovar en este capítulo que pasamos a comentar, definiéndola como un proceso de represión que conduce a la falsedad. Este proceso educativo se contrapone con el ideal del héroe homérico que destaca or su viveza y por su espontaneidad. Muchos filósofos antes que Sócrates de la cuestión educativa, el pitagorismo destaca sobre el resto, introduciendo un régimen de vida racional frente al régimen religioso y tradicional. Dicho racionalismo contribuiría irremediablemente a la disolución, al desarraigo del hombre con respecto a su tierra natal.
En época de Sócrates la educación es sentida casi como una necesidad, si no verdadera, al menos con múltiples ventajas prácticas (salir de apuros jurídicos principalmente). Los sofistas atendían a esta necesidad ofreciendo un saber práctico. Sócrates, por su parte, se confiesa un educador, y aunque comparte con los sofistas algunos puntos de vista en común: el hecho de considerar la educación como aspecto clave o dar preponderancia a la enseñanza oral sobre el estudio de los libros (un parecido externo que llevó a muchos a considerar a Sócrates como un sofista más), se diferencia de estos en un aspecto crucial: en el hecho de no ofrecer un fin práctico, ni considerar utilidad práctica alguna en su enseñanza, sino todo un modo de vida. La clave de su orientación educativa está en el viraje hacia la ética, esa es según Tovar su principal innovación en filosofía. Sócrates va más allá de los sofistas que trataban de sobreponer la educación a los instintos y pone las bases para el desprecio de las cosas hermosas y tentadoras, de todo lo que no fuera absolutamente necesario, se convierte de este modo en modelo de la renunciación. Se trata, nos dice Tovar, del resultado de una reflexión sobre la vida misma que es signo de un cambio hacia lo enfermizo y débil.
Debemos apuntar que en Sócrates la educación está en estrecha relación con las leyes de la ciudad. Para los hombres formados bajo la cultura racional se abría por primera vez la opción de contraponerse a todas las leyes y costumbres de la ciudad, esta oposición entre la herencia del hombre y la elevación que le procura la razón es vivida y resuelta por Sócrates con una mesura que según Tovar será difícil que vuelva a repetirse. Tras él, Platón, por ejemplo, cae en el error de reducir la vida a esquemas demasiado lógicos. Diógenes despreciará la educación tradicional conduciendo a sus discípulos a un ideal de ascetismo sin objeto a partir del cual el filósofo se sentía por encima de todo, capaz de reírse del mundo y sus vanidades. Debemos esperar hasta Epicuro (el más ateniense de los filósofo éticos) y a su protesta contra la pedantería y los excesos de lo0s filósofos profesionales: «Huye, ¡oh feliz amigo!, de toda educación.»

Capítulo VIII. Sócrates y los sofistas.

Sócrates muestra, del mismo modo que el resto de sus contemporáneos, una mezcla de sorpresa y admiración ante el orgullo y la seguridad de los sofistas. Frente a esta petulancia destaca, según Tovar, la humildad de Sócrates. Sin embargo, en el tiempo de Sócrates, no resulta fácil distinguir a los sofistas como más tarde resultará hacerlo en tiempos de Platón. Tovar nos muestra algunas diferencias fundamentales entre Sócrates y los sofistas:

a) Los sofistas se hacen pagar pos sus lecciones, y una cantidad bastante elevada además.
b) Los sofistas buscan a jóvenes a los que modelar el alma entre los jóvenes ricos y acomodados de la sociedad. Esa búsqueda se convierte en una auténtica caza.
c) La tercera diferencia se encuentra en la ambición de lograr la verdad que tienen unos y otros. El sofista cultiva un arte de la apariencia, está dotado de una ciencia de la opinión, y no una ciencia verdadera: «es la suya un arte engañosa, contraria, en términos técnicos, a las cosas del ser, no propia de los que saben, sino de los que imitan, y cree saber lo que solo opina.» (p. 230). La dialéctica  es, en cambio, la búsqueda de Sócrates de una salida a esta frivolidad sofística.
d) La cuarta diferencia entre Sócrates y los sofistas se encuentra en el rigor intelectual. Los sofistas reducen la certeza a mera probabilidad (Platón se quejará más tarde de que dejan incluso a la matemática sin base), Sócrates en cambio basa toda su labor intelectual en una búsqueda de lo permanente, lo general, lo reglado y  normal. Tovar señala un punto interesante, y es que no hay en su base una diferencia fundamental entre la dialéctica de Sócrates y la que utilizaban los sofistas, lo radicalmente distinto era la finalidad a la que uno y otro la aplicaban: para Sócrates no era un juego frívolo como para los sofistas, sino todo un método para conquistar ese misterio que es la verdad.
e) Pero sin duda era en la actitud práctica donde se encuentra la principal diferencia entre Sócrates y los sofistas. Los sofistas siembran de dudas a los jóvenes acerca de las cosas divinas, las leyes y las instituciones de la ciudad. Y, sobre todo, hacen creer a esos mismos jóvenes que son los más sabios de todos. Sócrates, por su parte, se postula como un defensor de la vieja moral, de la tradición. En la paradójica posición que adopta nos lo encontramos tocando las mismas fibras sensibles que los sofistas, pero no en un anhelo de destrucción sino en un intento de elevación, de depuración de la más alta religiosidad. Gracias al espíritu socrático la tradición, que debido a los sofistas empezaría a parecer superficial, volvió a alcanzar las viejas profundidades que le hacían ser tan superior a la razón.

Hasta ahora Tovar se ha referido a la oposición entre Sócrates y los sofistas en los temas más elevados, a continuación pasará a tratar las diferencias en el estilo de vida. La primera de ellas, la más palpable, la que sus discípulos pusieron de manifiesto con más insistencia para salvaguardar la memoria de su maestro, se encuentra en el hecho de no cobrar por dar sus lecciones. Tovar nos habla de la codicia de los sofistas en oposición al desinterés por todo lo relativo a lo material que muestra Sócrates. Otro rasgo que resulta diferenciador es el afán de verdad: frente a la seguridad del sofista en sí mismo y en sus posibilidades, Sócrates vive en una continua insatisfacción, en un andar errante y vacilante hacia la verdad. Ese estilo de vida lo mantuvo en constante vigilancia, dejando, de tal modo, el nombre de sabio para los sofistas y tomando para sí el de filósofo. Por último, debemos contraponer la relación que uno y otro guardan con Atenas: aunque los sofistas no se sentían desarraigados de la ciudad (tal y como ocurre con los filósofos jonios), su relación distaba mucho de la veneración por la patria que sentía Sócrates. En este punto se encuentra la diferencia fundamental entre Sócrates y los sofistas: «Pero si queremos buscar la diferencia entre Sócrates y los sofistas (y también el abismo que le separaba de los jonios), la clave de todo y la raíz del genio socrático están en el descubrimiento que él hizo (y que no manifestó en ninguna proposición, discurso, poema o símbolo, sino con su vida entera y su muerte) de que el hombre no nace libre, sino dentro de la historia, vinculado a una ciudad. Todo eso que rodea a un hombre, familia y sangre, religión y vecindad, todo eso que sin tendenciosidad ninguna podemos llamar la ciudad de sus padres, es lo que sitúa al hombre sobre una raíz.» (p. 251). Esta es una diferencia que resulta tanto más patente cuando la cotejamos con sofistas atenienses como Antifón o Critias, sofistas que, por el mismo hecho de ser atenienses, deben ser sofistas con mayor radicalidad ya que encontraban más cosas en sí mismo y alrededor contra las que reaccionar.

Capítulo X. El demonio socrático.

Tovar pasa a analizar en este capítulo la figura del demonio socrático, el daimon. El demonio en la religión helénica tiene unos contornos ambiguos y difusos, entre los que el significado de destino parece prevalecer sobre el resto, aunque influenciado por mitologías extranjeras. Cuando se desarrollan las primeras las primeras teologías, ordenadoras de dioses, queda en un lugar intermedio, sirviendo de vínculo, de nexo de conexión entre dioses y hombres. Más tarde, la interpretación racional procura disolver el carácter divino del daimon reduciéndolo a mero carácter personal, este proceso tiene la consecuencia de atribuir un daimon a cada persona.
Sócrates, por su parte, tiene en cuenta las viejas como las nuevas creencias en lo referente al daimon: cuenta con un demonio propio, pero no llega a disolverlo hasta el punto de considerarlo como carácter personal. A tener en cuenta también es el hecho de  que el maestro consideraba su daimon no como algo normal sino como una especial particularidad suya: era su vínculo personal con la divinidad. La consideración que a continuación hace Tovar sobre el daimon y el tiempo en que vive Sócrates resulta muy interesante y trataré de exponerla con la máxima claridad que sea posible: Tovar considera que el tiempo en el que Sócrates vive es un momento de gran cambio y confrontación; una de las luchas que en este momento están teniendo lugar es la llevada a cabo por el demonio para retener al hombre en la oscuridad primitiva frente a la incipiente luz de la razón que cada vez se presenta con mayor fuerza. Sócrates, como en otros aspectos de este mismo problema (un problema polifacético, como vemos) procura guardar el equilibrio entre ambas tendencias. En el fondo no se trata más que el intento de un sabio por mantenerse virtuoso en una época de profundo cambio y transformación: a través del daimon Sócrates podía, situado en su atalaya de la razón, guardar el contacto con el mundo subterráneo, lugar del que provenía la energía de la cultura griega. Su posición racional le permitía no caer en los abismos de lo demoníaco e irracional, pero ese demonio también suponía todo un límite a la razón, un freno con el que evitar que la dialéctica se adentrara en las cuestiones del espíritu. «Así resolvió Sócrates el problema de la Escila y Caribdis de la religiosidad antigua, pues no se dejó arrastra por lo demoníaco, ni cayó en la superficialidad impía de prescindir de ello. Quienes se entregaban plenamente a la religión sucumbían a ello, quienes salían de ella se esterilizaban. La religiosidad antigua no prescinde del todo de un sentido demoníaco, pero a medida que la religión antigua decrece, el sentido mágico, demoníaco, crece.» (p. 269).

Capítulo x. Los amigos.

La amistad es el tesoro más preciado para Sócrates, hasta tal punto, nos dice Tovar, que tan solo en el diálogo con sus amigos su pensamiento alcanza plena actividad. Sócrates fue el último en reconocer a sus discípulos en cuanto tales, los consideraba como amistades, no tomó nunca aires de maestro. Es su gran manejo del diálogo lo que consigue granjearle la amistad de los más jóvenes. Sócrates prefiere la frescura e ingenuidad de éstos sobre la búsqueda de utilidad de los adultos. Dos son las generaciones de discípulos socráticos principalmente: la primera, que puede encuadrarse en la primera mitad de la guerra del Peloponeso y, la segunda, la de los últimos años de su vida. Tovar pasa revista a los discípulos que componen cada una de estas generaciones:
El discípulo más antiguo de Sócrates del que tenemos noticias es Euclides, un hombre de amplia curiosidad filosófica. El hecho de que eligiera a Sócrates a comienzos de la guerra del Peloponeso nos habla del prestigio y notoriedad con que contaba el maestro ya en este momento. También de esta generación es Critón, un amigo fiel de Sócrates, de su misma edad y muy hábil en los negocios. Tovar nos muestra cómo este discípulo se ocupaba de la vida material del maestro: de su alimentación y de sus finanzas. Otros de los seguidores más antiguos es Antístenes, fundador del cinismo, que intentó ser heredero y director principal de la corriente socrática tras la muerte del maestro. La huella de Sócrates en Antístenes es visible sobre todo en su atención a la educación y en su tendencia a la vida ascética. Para Tovar, Antístenes resultaba demasiado moderno y disolvente, justo en la misma línea que Sócrates trató de evitar. También debemos hablar de Calias, al que Tovar considera como representante de la frivolidad y del amor a la novedad que era propio de la Atenas de ese tiempo, a Querefón y su hermano Querécrates, el primero es especialmente importante por la consulta al oráculo de Delfos que proclama a Sócrates como el hombre más sabio de Atenas, también Apolodoro, un personaje más religioso que filosófico que sigue a Sócrates tras una especie de conversión.
Dos son los problemas principales a la hora de conocer las amistades de Sócrates: en primer lugar al falta de historicidad de la literatura socrática, más preocupada de lo típico que de lo anecdótico (ejemplo de ello son las conversaciones de Sócrates con Teodota o Aspasia). En segundo lugar nos encontramos con relaciones reales pero que se encuentran interesadamente desfiguradas (aquí la figura de Alcibíades destaca sobre el resto).
Pasemos a tratar acerca de las nuevas generaciones, unos discípulos presididos por Aristipo, el primer extranjero que acude a Atenas atraído por la fama de Sócrates. Sin embargo, ejerce como sofista y Platón alude a su ausencia durante el juicio y la condena de Sócrates a causa de un alejamiento entre maestro y discípulo. Los socráticos lo consideraban un traidor. Otros discípulos de esta segunda generación no quedan tan bien dibujados, por ello apenas podemos decir algo de Hermógenes, Menexeno, Simón, de los tebanos Simias y Cebes, de Tersión de Megara, Esquines de Sphettos, Critóbulo, Cármides, Glaucón o Adimanto. Entre todos ellos destaca sin lugar a dudas el último y más grande: Platón, un joven de veinte años, de noble familia, que pretendía la gloria como poeta trágico y que, al escuchar a Sócrates quemó sus poemas y se puso a seguirle. ¿Qué aprendió Platón de Sócrates? Tovar lo expone del siguiente modo: «lo que Sócrates enseñó a Platón fue sustancialmente la gravedad religiosa y política con que se cargaban los diferentes saberes filosóficos. Más que enseñanzas filosóficas, lo que Sócrates confirió a Platón es la actitud que impedía que esos saberes se hicieran cosa frívola, ligera, de ganar dinero o satisfacer la vanidad.» (p. 295).

Capítulo XI. Moral socrática. La política.

La moral socrática resulta especialmente destacable por la fusión y unificación entre sabiduría teórica y práctica. La paradoja socrática afirma que el que conoce el bien no puede menos que practicarlo porque de no hacerlo demostraría que no lo conoce; esto es, nadie busca el mal en cuanto tal.
Para Sócrates el recto proceder arranca del conocimiento perfecto: conocer la virtud de esta manera nos hace virtuosos, del mismo modo que conocer la medicina nos convierte en médicos. Sócrates tiene, en ese sentido, un mismo orden de preocupaciones que los sofistas: distingue como ellos entre la ley natural y la ley de la ciudad (decantándose por esta última) y se preocupa por el problema de si es posible enseñar la virtud. Tovar nos muestra que su rigor al acercarse al mundo moral prepara la renovación metafísica de Platón y conduce (debido a que sus discípulos pasaron por alto las cautelas socráticas) a un empobrecimiento de la moral tradicional al racionalizarla. Según Tovar, en Sócrates había un perfecto equilibrio entre razón y tradición que en este campo de la moral, como en otros, resulta fascinante para sus seguidores los que, sin embargo, son capaces de mantenerlo, decantándose por un lado u otro de la balanza: Antístenes, por ejemplo, opta por el lado tradicional (vida ascética) mientras que otros como Platón se decantan por una vertiente fundamentalmente racional.
Existe una diferencia fundamental entre la ética socrática y las éticas posteriores, mientras que éstas tienen como fin último la felicidad, eudaimonia, para Sócrates el fin de la justicia es la justicia misma, la felicidad no es entonces más que un añadido. También se diferencia la ética socrática en el hecho de que parte de un conocimiento humanístico, se encomia el arte de conocer a los hombres.
La ética de Sócrates no es un sistema porque mantiene en su base una inclinación religiosa basada en el descubrimiento de que es necesario que los dioses sean morales y de que se sitúen en el interior de la conciencia. Con ello, nos dice Tovar, se pensamiento se convierte en oposición a las fuerzas degeneradoras que los filósofos jonios y los sofistas representaban: «Frente a estas nuevas corrientes, Sócrates sentaba principios tan elevados como el de considerar desgraciado al tirano que triunfa, o el de preferir que la injusticia venga sobre uno mismo antes que cometerla.» (p. 311). Con la ética socrática se inicia, en ese sentido, la relación entre moral y religión. Ahora bien, esto solo ocurre en germen, no debemos cometer algo parecido a la idea de salvación del cristianismo en Sócrates porque estaríamos modernizando en exceso su pensamiento. Para éste la ética constituye más bien una especie de prólogo, una preparación en su doctrina del conocimiento.
Sócrates se diferencia de todos en su actitud política; toma conciencia rápidamente de que ocuparse de la política es entrar en lo que Tovar denomina «lo más delicado de las fuerzas creadoras», por ello se opone, por una parte, al alejamiento de la política que practicaban los jonios, negándose por otro lado a participar en política, pues consideraba que su papel estaba más bien en despertar el sentido moral del deber político aferrándose a la ciudad como primer móvil ético en un mundo profundamente quebrantado.

Capítulo XII. La ley de la ciudad.

En un momento de profunda crisis, en una época en la que poderosas corrientes estaban llevando a cabo un proceso de desarraigo del hombre, tratando de hacerle olvidad su condición de «político» (es decir, de nacido y criado en una ciudad), Sócrates lleva a cabo una vuelta a la ley de la ciudad como norma ética primordial, comprendiendo que no había mejor guía de las virtudes morales que la obediencia a los viejos y profundos instintos. Este criterio es aplicado por Sócrates a la religión, así encontramos que su norma «que cada venere a los dioses según la norma de la ciudad» que habíamos visto anteriormente, es en el campo de la moral donde cobra especial importancia: «lo que ordena la ciudad, eso es lo justo». Los sofistas habrían tratado de hacer ver la fragilidad de la ley de la ciudad comparándola con la ley natural o divina. Sócrates recoge este problema y procura darle una solución otorgando un fundamento sagrado a las leyes de la ciudad.
Tovar pasa a analizar el diálogo platónico Critón para poner de manifiesto era para Sócrates la ciudad el resorte de la moral, la principal justificación de la conducta. En este diálogo los discípulos plantean al maestro la posibilidad de salir de prisión en cohecho con los carceleros. Esta posible solución a sus problemas es vivida por el filósofo griego como todo un problema de justicia: las sentencias de la ciudad son para Sócrates indiscutibles. El hombre no puede colocarse de igual a igual frente a las leyes del mismo modo que el hijo no puede hacerlo frente al padre o el esclavo frente al amo. Según Tovar explica, es preciso tener presente el contexto histórico de este diálogo para lograr comprenderlo de forma adecuada: nos situamos en plena restauración de la democracia, cuando tras doce años de horribles desastres se busca la razón de seguir existiendo como una ciudad. En este contexto, Sócrates no puede retroceder, con su vida entera había tratado de mostrar la necesidad de los lazos que ligan al hombre y la ciudad. De este modo lo expresa el autor: «Sócrates se encontraba preso de su pasado, de su vida entera de obediencia a las leyes, que en tiempos venturosos había aprendido a venerar, de sus polémicas y predicaciones, de su abandono de direcciones intelectuales que le habían interesado y tentado, y que él había sabido sacrificar a los intereses supremos de la religación a la ciudad. Si había probado con toda esta conducta que las leyes y la ciudad le satisfacían plenamente, ¿cómo iba, al final de su vida, a evitar que las leyes dispusieran de él?» (p. 341).
Pero quien a ciegas se resignaba a la sentencia de muerte porque eran sagradas las leyes que se le aplicaban, sabía resistir a la injusticia. Pensemos por ejemplo en la resistencia de Sócrates frente a la corriente apasionada y sin juicio que condenó a muerte a los generales vencedores en el combate de las Arginusas. La santidad de las leyes no viene dada para Sócrates del hecho de ser una mística expresión del deseo del pueblo, sino de su nexo con la justicia, por eso cuando la voluntad popular estaba dominada por la pasión y la injusticia Sócrates prefería ser justo a dejarse llevar por las amenazas.
Podemos ver, sobre todo desde nuestra perspectiva histórica moderna, un formalismo en la sumisión socrática a unas normas vagamente fundadas que, como resultó ocurrir al final de su vida, podían llevar a la plena injusticia. Pero, como Tovar nos dice, en este hecho se encuentra un fenómeno extraño para nosotros: la despersonalización del individuo, la sumisión del hombre a todas las condiciones previas de su existencia que la ley había garantizado. Del mismo modo que sus acusadores Sócrates repetía continuamente «La costumbre es la que así dispone», sintiéndose arrastrado por la ciudad, dominado y poseído como una criatura.

Capítulo XIII. El juicio. La muerte.

Se trata de un largo e importante capítulo este que ahora nos toca comentar, en el que Tovar se acerca a los motivos del juicio y la condena de Sócrates. No vamos a tratarlo con todo detalle, sino que nos centraremos en algunos de los aspectos que considero más importantes.
El juicio de Sócrates fue como un palo de ciego que el pueblo de Atenas descargó en un momento de atroz nerviosismo sobre la única persona que en ese momento supo mantener la frescura y la calma frente a un pueblo cada vez más enfurecido tras haber pasado por demasiadas revoluciones y cambios sangrientos. Sócrates es, en este contexto político, visto como una seria amenaza para todos los ideales de la restauración.
En nuestro comentario vamos a centrarnos en las acusaciones contra Sócrates porque considero que a partir de su análisis podremos entrever algunos puntos fundamentales del pensamiento socrático. Dos cargos principales son los que se le achacaban a Sócrates: corruptor de la juventud e impiedad, es decir, no creer en los dioses de la ciudad e introductor de nuevos dioses:
a) La acusación de corruptor de la juventud. Con la acusación de corruptor de la juventud no se le hace a Sócrates culpable de convertir en viciosos a los jóvenes de Atenas, sino más bien todo lo contrario: se le acusa de elevarlos demasiado, de hacerles entregarse a la razón, perdiendo de esa manera sus raíces. Para entender mejor este primer cargo debemos acudir a uno de sus acusadores, el principal y sobre el que se apoyan los demás, se trata de Anito. En la familia de Anito es posible ver la huella de la disolución que se está produciendo en el seno de la sociedad ateniense: su hijo había sentido la tentación de seguir los pasos de Sócrates y dejar a un lado el negocio familiar, es el conflicto entre la educación tradicional y la que traen consigo los nuevos tiempos, la educación en la razón. Es por ello que Anito ve en Sócrates el máximo representante de estos tiempos de disolución. Cuando, durante el juicio, Sócrates trate de defenderse de esta acusación, afirmará que él no tiene poder alguno sobre los jóvenes sino que son las leyes de la ciudad las que deben mantener el orden antiguo, lo que está queriendo aludir al hecho de que cuando las leyes eran algo santo e inconmovible podía hablarse de podía hablarse de comunidad creadora, en cambio en esos días en que los desórdenes y la falta de respeto a las leyes divinas y humanas era algo común, todo había quedado entregado a la arbitrariedad de los hombres.
b) La acusación de impiedad. Se trata de una acusación más grave. Según Tovar, sus demandantes no buscaban con esta acusación de impiedad la pena de muerte para Sócrates, sino únicamente tratar de detener su labor como educador y conseguir, de esa manera, atemorizar a los representantes de las nuevas ideas. Durante el juicio, Sócrates tratará de oponerse al ateísmo de los jonios con la irónica observación de que al creer en la existencia de su daimon particular cree en los dioses, puesto que éste pertenece a una estirpe divina. Esta ironía nos impide conocer lo que verdaderamente el maestro pensaba al respecto. Tovar considera que en esta segunda cuestión se encuentra el punto flaco de la defensa de Sócrates, es por ello por lo que las apologías de Jenofonte o Platón se esfuerzan por ligar al filósofo griego a la religión tradicional, una religión que muy seguramente no era capaz de cumplir con las expectativas que le exigía el corazón socrático.
Para entender la concepción religiosa de Sócrates es preciso analizar su desapego a vivir, la manera en la que, en los últimos momentos, se enfrenta a la muerte. El maestro guarda un difícil equilibrio entre religión heredada y razón, que resulta complejo de entender para sus discípulos: »Era en la religión heredada donde Sócrates buscaba la razón suprema para resistir a la desesperación que iba a invadir el alma antigua. Y esto, sin dejar de afirmar, desconcertadamente, que el filósofo debe acudir gozoso a la muerte. Sus discípulos no comprenden todavía bien las dos cosas: si la muerte es deseable, ¿por qué no buscarla?; si no lo es, ¿Cómo se explica la serenidad ante ella?» (p. 384). La filosofía de Sócrates se presenta en estos momentos como una preparación para la muerte por medio de la razón, como un desprecio por el instinto que liga al hombre desesperadamente a la vida. Con ello, Sócrates estaba dando la razón a sus acusadores, esa actitud nos lo muestra separado, individualizado del resto de la ciudad, del mismo modo que lo estaban los errantes sofistas y los filósofos jonios.

Capítulo XIV. Conquista filosófica.

¿Fue Sócrates un filósofo? ¿Tiene un puesto en la historia de la filosofía? Esa es la pregunta que vertebra esta obra y a la que Tovar tratará de dar una respuesta definitiva en este penúltimo capítulo.
La conquista filosófica de Sócrates se estructura en tres momentos o partes fundamentales: el desarrollo de la dialéctica, la ironía como freno al uso práctico del utilitarismo y el eros o amor al saber que le proporciona el rigor intelectual. Los dos primeros momentos constituyen una espacie de freno a la razón, la primera le concede, en cambio, todo su impulso. Vamos a pasar a tratar cada uno de estos elementos fundamentales del pensar socrático.
La ascensión de Sócrates a un pensar filosófico se debe a la dialéctica, que puede ser definida como el diálogo convertido en método. Se trata de una reacción contra las ciencias particulares, especialmente contra la física jonia. En Sócrates encontramos una progresiva desconfianza de la razón abandonada a su desarrollo lógico autónomo, por ello el maestro tratará de llevar a cabo una depuración de esa razón haciendo los resultados más limitados pero de un mayor calado: su descubrimiento principal es que todo es movido por lo que más adelante se denominaría una causa final, es decir, llega a la conclusión de que del mismo modo que existe una razón que gobierna al hombre existe una mente ordenadora que preside el cosmos. Es, como nos dirá Tovar, la llave al monoteísmo y la providencia que vendrán posteriormente. Una de las claves del uso de la razón que hace Sócrates está en el hecho de partir de un criterio de desconfianza que le lleva a examinar las posibilidades humanas del saber. Dicha desconfianza otorga un equilibrio a la filosofía, frente a los excesos que habían llevado al misticismo y a la superstición a Pitágoras y Empédocles o, por otro lado, habían conducido a la prematura entrega a la ciencia positiva en Demócrito.
El patrimonio filosófico de Sócrates no sólo está fundado en el hecho de señalar el valor de la razón a partir del método lógico, sino que cuenta además con un segundo paso: una crítica al alcance y las posibilidades de la razón misma. Su actitud irónica es, según nos dice Tovar, una muestra de lo sumamente cauto que resulta Sócrates en el manejo de la razón. La ironía en Sócrates tenía como finalidad criticar la ingenuidad racionalista de los contemporáneos para, de ese modo, salvar los fundamentos del conocimiento racional.
El Eros constituye el segundo elemento de la filosofía socrática que quiere servir de contención a los excesos racionales, constituyendo un elemento fundamental de su pensamiento. Este amor significa para Sócrates un afán de conocimiento, pero no solo eso, supone el intento de propagación de ese amor al saber a los demás. El amor a la sabiduría lleva implícito, por otro lado, una búsqueda del rigor de la que quedan excluidos filósofos jonios y, sobre todo, sofistas, que se conforman con un conocimiento basado en la opinión (doxa) y dejan a un lado el verdadero conocimiento (episteme).
Sócrates se convierte, de este modo, en una condición previa para toda la filosofía, en la premisa de todo el pensar occidental. En él confluyen, en una unidad que resultará imposible de conseguir más adelante, la actitud de piedad para los dioses y de arraigo en la ciudad, con el uso más implacable de la razón.

Capítulo XV. La herencia de Sócrates.

En este capítulo final Tovar nos habla de la herencia del pensamiento socrático, aunque tras su lectura la conclusión a la que podemos llegar es que esa herencia jamás existió de forma plena o real. Y es que Sócrates constituye un punto final en la historia de la filosofía a pesar del calado y la difusión que durante siglos tuvo su pensamiento. La clave del pensar socrático está, Tovar lo repite varias veces a lo largo de este libro, en un difícil equilibrio que va desde la confianza en la razón al freno que pone límites a una ambición excesiva de lo racional, una ambición que destruiría toda la herencia recibida y dejaría al hombre desnudo frente a la nada. Pues bien, este mensaje no es respetado por ninguno de sus seguidores, ni directos ni indirectos, todos ellos caen repetidamente en el error de sistematizar rápidamente su pensamiento, dejando a un lado todo enlace vital y todo vínculo con la tierra.



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