sábado, 10 de agosto de 2013

El mito del eterno retorno. Mircea Eliade.

Mircea Eliade. Ben Heine.
El segundo libro que comentamos de Mircea Eliade (1907-1986) es, paradógicamente, anterior al primero que vimos hace unos días, Mito y realidad (fue publicado por primera vez en 1947). Esto tiene su explicación: en esta obra se apunta más al detalle, se hace más hincapié en cuestiones concretas (sobre todo en la cuestión de la historia y en analizar cómo el hombre primitivo la enfrentaba), dejando a un lado aspectos más técnicos e introductorios, aspectos mejor tratado en Mito y realidad. Por ello recomiendo seguir para su mejor comprensión ese mismo orden que nosotros seguimos en este blog. 
La edición que manejamos es la siguiente: Eliade, Mircea (2011): El mito del eterno retorno. Madrid. Alianza (3ª edición). Vamos a pasar a resumir cada uno de los capítulos:


Capítulo 1. Arquetipos y repetición.
El objetivo de este libro es estudiar ciertos aspectos de la «ontología arcaica», es decir, analizar las concepciones del ser y de la realidad que pueden desprenderse del comportamiento del hombre de las sociedades premodernas. Eliade entiende por sociedades «premodernas» tanto el mundo que habitualmente se denomina «primitivo» como las antiguas culturas de Asia, Europa y América.
Un rasgo es destacable sobre el resto cuando nos acercamos al comportamiento de los hombres de estas sociedades: tanto los objetos del mundo exterior como los actos humanos propiamente dichos no tienen un valor extrínseco autónomo sino que tan solo son reales en cuanto participan de una realidad (divina, heroica, primordial en definitiva) que los transciende: «El producto bruto de la naturaleza, el objeto hecho por la industria del hombre, no hallan su realidad, su identidad, sino en la medida en que participan de una realidad transcendente. El gesto no obtiene sentido, realidad, sino en la medida en que renueva una acción primordial» (pp. 17-18).
A continuación Eliade pasa a mostrarnos una serie de grupos de hechos tomados de diversas culturas primitivas que nos ayudan a comprender cómo y por qué algo llega a ser real para el hombre de las sociedades premodernas, es decir, nos ayudan a entender mejor las bases de la ontología arcaica. Resulta importante conocer dichas bases pues constituyen el sustento de nuestra posterior indagación acerca de la existencia humana y de la historia en la espiritualidad arcaica. Estos elementos quedan divididos por el autor en tres grupos principales:
1º. Aquellos elementos cuya realidad está determinada por imitación o repetición de arquetipos celestes. Los templos y las ciudades, por ejemplo, tienen un prototipo divino, celeste. Una ciudad como Jerusalén tiene un modelo divino que, por supuesto, precede a la ciudad construida por la mano del hombre, algo que también ocurre con todas las ciudades reales hindúes, incluso las más modernas. Pero esto no sucede únicamente con los templos y las ciudades sino que el mundo en el que sentimos la presencia y la obra del hombre arcaico (montañas, ríos, cultivos, santuarios, etc.) tiene también un modelo celeste. Ahora bien, no todo el mundo que nos rodea tiene para el primitivo esa categoría, como nos muestra Eliade, también a las zonas desiertas o los mares desconocidos les corresponde un modelo mítico, pero de una naturaleza diferente: esas zonas incultas están asimiladas al caos. Es por ello que cuando se toma posesión de un nuevo territorio se realizan ritos que repiten de forma simbólica el acto de creación: «Cuando los colonos escandinavos tomaron posesión de Islandia, landnáma, y la rozaron, no consideraron ese acto ni como una obra original ni como un trabajo humano y profano. La empresa era para ellos la repetición de un acto primordial: la trasformación del caos en cosmos por el acto divino de la creación» (p. 23).
2º.Un segundo grupo de hechos hacen referencia a una serie de creencias referidas al prestigio del «centro». Este simbolismo del centro se explica del siguiente modo: para multitud de pueblos (japoneses, finlandeses, hindúes, etc.) la Montaña sagrada (lugar de reunión del cielo y la tierra)  se encuentra en el centro del mundo. Además, todo templo o palacio (y, por ello, toda ciudad sagrada o residencia real) es una montaña sagrada por lo que se transforma en centro. «Las ciudades y los lugares santos están asimilados a las cimas de las montañas cósmicas. Por eso Jerusalén y Sión no fueron sumergidas por el diluvio» (p. 28). De este modo, la ciudad o el templo sagrado se convierte en punto de encuentro entre el cielo, la tierra y el infierno.
3º. Un tercer grupo de hechos nos muestran un elemento fundamental de la ontología arcaica que, de alguna manera, ya habíamos apuntado anteriormente: tanto los rituales como aquellas acciones profanas que son significativas (la danza, los actos bélicos, la construcción de edificios, la justicia humana, etc.) únicamente poseen sentido para el hombre primitivo en cuanto repiten una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado mítico: ««Debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio». «Así hicieron los dioses; así hacen los hombres». Este adagio hindú resume toda la teoría subyacente en los ritos de todos los países» (p. 34).
Cada uno de los hechos que hemos visto en este capítulo muestra un factor clave de la mentalidad primitiva: un objeto o actividad no es real más que en cuanto imita o repite un arquetipo. En ese sentido es posible decir que la ontología arcaica tiene una estructura platónica (más bien Eliade afirma que la filosofía de Platón es capaz de llevar la ontología arcaica a su máxima expresión) y esto es posible afirmarlo en un doble sentido: en primer lugar en cuanto en el pensamiento primitivo, del mismo modo que en el platónico, resulta esencial la dualidad entre el mundo sensible y el mundo ideal o divino. Pero, por otra parte, y este es el factor que resulta especialmente interesante para Eliade, ambas tendencias promulgan la abolición del tiempo por la imitación de los arquetipos y por la imitación de los gestos paradigmáticos: Un sacrificio, por ejemplo, no solo reproduce exactamente el sacrificio inicial revelado por un dios ab origine, al principio, sino que sucede en ese mismo momento mítico primordial; en otras palabras: todo sacrificio repite el sacrificio inicial y coincide con él. Todos los sacrificios se cumplen en el mismo instante mítico del comienzo; por la paradoja del rito, el tiempo profano y la duración quedan suspendidos. Y lo mismo ocurre con todas las repeticiones, es decir, con todas las imitaciones de los arquetipos; por esa imitación el hombre es proyectado a una época mítica en que los arquetipos fueron revelados por primera vez» (pp. 49-50).
Para ahondar en esta transformación del hombre en arquetipo mediante la repetición, el autor pasa a analizar una cuestión muy interesante: ¿en qué medida la memoria colectiva conserva el recuerdo de un acontecimiento «histórico»? Eliade se acerca a aquellos casos en que un personaje histórico (del que se posee constancia documental de sus actos) se convierte en mito heroico. Mostrándonos diversos ejemplos nos muestra cómo personajes auténticos o hechos históricos (de un pasado nada lejano) pierden su historicidad para ser asimilados al mito por la memoria popular: «Esto se debe al hecho de que la memoria popular retiene difícilmente acontecimientos «individuales» y figuras «auténticas». Funciona por medio de estructuras diferentes; categorías en lugar de acontecimientos, arquetipos en vez de personajes históricos» (p. 59). El motivo de ello es, según el historiador de las religiones, que la memoria colectiva es ahistórica, uno de los rasgos principales de la ontología arcaica.


Capítulo 2. La regeneración del tiempo.
Pese a la gran diversidad de ritos y creencias, pese a la gran variabilidad que ofrece el año en las diferentes culturas y aún a pesar de la fiesta del Año Nuevo entre unas culturas y otras y en la misma cultura, Eliade no tiene problemas en afirmar la importancia que en todas las culturas tiene el fin de un periodo y el comienzo de otro nuevo. Y su interés en el estudio de estos fenómenos culturales se encuadra en el marco de nuestra investigación del modo siguiente: la importancia de la regeneración periódica del tiempo presupone (sobre todo en las civilizaciones históricas) una creación nueva, esto es, la repetición del acto cosmogónico, y esta concepción de la creación periódica (regeneración cíclica del tiempo) nos lleva a su vez al problema de la absolución de la historia, que es la cuestión clave de la obra que estamos analizando.
Estas ceremonias periódicas pueden quedar divididas para su análisis en dos grandes grupos: 1.º, la expulsión anual de los demonios, enfermedades y pecados y; 2.º, los rituales de los días que preceden y siguen al Año Nuevo.
1. La expulsión anual de los demonios, enfermedades y pecados. Aunque resulta difícil encontrarlos en una sola cultura, Eliade considera que los elementos principales de esta celebración son los siguientes: «En líneas generales, la ceremonia de expulsión de los demonios, enfermedades y pecados puede resumirse en los elementos siguientes: ayuno, abluciones y purificaciones, extinción del fuego y su reanimación ritual en una segunda parte del ceremonial; expulsión de los «demonios» por medio de ruidos, gritos, golpes (en el interior de las habitaciones), seguida de la persecución de aquellos, acompañada de gran estrépito, a través del pueblo. (…) A menudo se intercalan combates ceremoniales entre dos grupos de figurantes, u orgias colectivas, o procesiones de hombres enmascarados (que representan las almas de los antepasados, los dioses, etc.). (…) También en esa ocasión se celebran las ceremonias de iniciación de los jóvenes (…). Casi en todas partes, esa expulsión de los demonios, de las enfermedades y de los pecados coincide o coincidió en cierta época, con la Fiesta de Año Nuevo.» (pp. 68-69). El significado de esta ceremonia (así como el de todos los elementos que lo componen) es el intento de restauración (momentánea) del tiempo mítico y primordial de la creación, es decir, una repetición de la cosmogonía a partir de la cual se trata de abolir el tiempo histórico.
2. Los rituales que preceden y siguen la fiesta de Año Nuevo. El autor se sirve para explicar este tipo de rituales del akitu, el ceremonial del Año Nuevo babilónico. En la sociedad babilónica el soberano desempeñaba un papel de gran importancia: era hijo y vicario de la divinidad en la tierra y, de esa manera, tenía la responsabilidad de regular los ritmos de la naturaleza y de cuidar del buen estado de la sociedad en general. De esa manera no puede extrañarnos que el soberano tenga un papel de primer orden en la celebración de los rituales de Año Nuevo. Una de las partes más importantes de esta ceremonia es la reactualización del combate entre Marduk y el monstruo marino Tiamat, un combate que puso fin al caos por la victoria del dios. La dominación temporal de Tiamat simboliza según nos muestra el autor la vuelta momentánea al caos, durante este tiempo se trastorna todo el orden social (abolición del orden y de la jerarquía). Marduk vence al monstruo y crea el cosmos a partir de los pedazos del cuerpo desmembrado de Tiamat, dicha creación es conmemorada cada año con lo que el acto creador es reactualizado, esto lleva al hombre de forma momentánea al momento primordial porque participa de forma directa en esa obra cosmogónica. Otro elemento fundamental de la ceremonia de Año Nuevo babilónico es la «fiesta de las Suertes» (zahmuk), una fiesta en la que se determinan los presagios de cada uno de los doce meses del año, esto es equivalente según el autor a la creación de los doce meses por venir. Como vemos el akitu comprende una serie actos dramáticos que tienen el objetivo de anular el tiempo transcurrido mediante la restauración del caos primordial y la repetición del acto cosmogónico.

A pesar de que los escenarios de Año Nuevo en los que se repite la creación son particularmente explícitos en aquellos pueblos en los que comienza la historia propiamente dicha (babilonios, egipcios, hebreos o iranios), no debemos pensar que son los únicos que necesitan liberarse del peso de la historia, ya que incluso las sociedades humanas más simples sienten la profunda necesidad de regenerarse de manera periódica aboliendo el pasado y reactualizando la cosmogonía.
Además de las ceremonias de Año Nuevo, las sociedades tradicionales conocían y ponían en práctica métodos diversos para lograr la repetición del acto cosmogónico. Buen ejemplo de ello son los ritos de construcción: «Lo que importa es que el hombre  sintió la necesidad de reproducir la cosmogonía en sus construcciones, fuesen de la especie que fuesen; que esa reproducción lo hacía contemporáneo del momento mítico del principio del mundo, y que sentía la necesidad de volver con toda la frecuencia a ese momento mítico para regenerarse.» (p. 93). Es ilustrador a su vez el simbolismo del sacrificio brahmánico que también señala una nueva creación del mundo: el brahmán reactualiza el acto cosmogónico arquetípico y, de esa manera, hace coincidir el instante mítico con el momento actual, esto supone tanto la abolición del tiempo como la regeneración continua del mundo. También nos habla Eliade del ceremonial de entronización del rey: «Para los indígenas de las islas Fidji, la «creación» acontece en cada entronización de un nuevo jefe; idea que, por lo demás, se ha se ha conservado en otros lugares en una forma más o menos aparente. En casi todas partes, un nuevo reinado ha sido considerado como una regeneración de la historia del pueblo e incluso de la historia universal. Con cada nuevo soberano, por más insignificante que fuera, comenzaba una «nueva era».» (p. 96). Así como de los rituales de curación: «En efecto, en muchos pueblos primitivos la curación lleva implícita como elemento esencial la narración del mito cosmogónico: esto se confirma, por ejemplo, en el seno de las tribus más arcaicas de la India, los Bhils, los Santalis y los Baigas. A través de la actualización de la creación cósmica, modelo ejemplar de toda «Vida», se espera la restauración de la salud física y la integridad espiritual del enfermo. En las tribus mencionadas también se relata el mito cosmogónico con ocasión del nacimiento, el matrimonio y la muerte, pues ocurre siempre que, por medio de un retorno simbólico al instante atemporal de la plenitud primordial, se espera asegurar la realización perfecta de cada una de estas «situaciones».» (p. 98).
Todos estos ritos y muchos otros tienen un objetivo en común: su intención antihistórica, es decir, muestran la necesidad de las sociedades arcaicas de regenerarse periódicamente por medio de la anulación del tiempo. Especialmente interesantes al respecto resultan las creencias y rituales relacionados con la luna, ya que prueban que para el hombre primitivo la regeneración del tiempo se produce de forma continua, incluso en el intervalo que es el año. El ritmo lunar (fundamental en la medición del tiempo en muchas culturas) no solo se revela en intervalos cortos, sino que también sirve de modelo para duraciones considerables, esto nos dice Eliade, trae consigo una visión optimista de la temporalidad: «pues así como la desaparición de la luna nunca es definitiva, puesto que necesariamente va seguida de una luna nueva, la desaparición del hombre no lo es mucho más, y especialmente la desaparición incluso de toda una humanidad (diluvio, inundación, sumersión de un continente, etc.) nunca es total, pues una humanidad renace de una pareja de sobrevivientes.» (p. 104). El optimismo del que nos habla Eliade hace referencia a la «normalidad» que otorga esta concepción lunar a las catástrofes cíclicas ya que les otorga un sentido y, además, ofrece la garantía de que no son definitivas. Estas concepciones lunares nos ofrecen en ese sentido el retorno cíclico de lo que antes fue, es decir, el eterno retorno, esto es, la manera que encuentra el hombre primitivo de anular la irreversibilidad del tiempo a través de la dirección cíclica del mismo. Pero, ¿por qué ese intento por parte del hombre primitivo de escapar de la historia? Según Eliade tras esa actitud se esconde su sed de realidad y el miedo de dejarse invadir por la existencia profana con toda su insignificancia.


Capítulo 3. «Desdicha» e «historia».
Hemos visto en el capítulo anterior cómo el hombre primitivo se niega a aceptar la historia y trata de oponerse por todos los medios a su alcance, sin lograr, sin embargo, siempre conseguir ese objetivo (nada puede hacer contra catástrofes cósmicas, desastres militares, desgracias personales, etc.). Es por eso que Eliade trata de analizar en este capítulo cómo sobrellevaba el hombre primitivo ese sufrimiento, es decir, trata de analizar cómo el hombre primitivo era capaz de soportar la historia.
Vivir para un hombre perteneciente a las culturas tradicionales es ante todo, ya lo hemos apuntado en capítulos anteriores, vivir según modelos extrahumanos, vivir conforme a un arquetipo, también supone vivir conforme a la ley y a los ritmos cósmicos. En este cuadro de existencia el sufrimiento y el dolor no son nunca una experiencia desprovista de sentido: «Si tales padecimientos pudieron ser soportados fue precisamente porque no parecían gratuitos ni arbitrarios. (…) El primitivo que ve su campo devorado por la sequía, su ganado diezmado por la enfermedad, su hijo enfermo, que se siente él también con fiebre, o que comprueba que es un cazador demasiado a menudo sin suerte, etc., sabe que todas esas circunstancias no incumben al azar, sino a ciertas influencias mágicas o demoníacas, contra las cuales el brujo o el sacerdote disponen de armas. Así, del mismo modo que la comunidad lo hace cuando se trata de una catástrofe cósmica, se dirige al brujo para eliminar la acción mágica, o al sacerdote para que los dioses le sean favorables. Si esas intervenciones no dan resultado, los interesados recuerdan la existencia del Ser Supremo, casi olvidado el resto del tiempo, y le ruegan mediante la ofrenda de sacrificios» (p. 113). Como nos muestra Eliade, el sufrimiento solo tiene capacidad de perturbar al hombre primitivo en cuanto su causa permanece ignorada. Cuando se descubre su motivo, ese sufrimiento es incorporado a un sistema y puede ser explicado y, por lo tanto, puede ser soportado. Una concepción de la causalidad universal como es el karma, por ejemplo, resulta doblemente beneficiosa ya que a partir de ella los sufrimientos no sólo adquieren sentido sino que, además, alcanzan un valor positivo: «Los sufrimientos de la existencia actual no solo son merecidos –puesto que son el efecto fatal de los crímenes y de las faltas cometidos en el curso de las existencia anteriores–, sino además bienvenidos, pues solo de ese modo es posible recordar y liquidar una parte de la deuda kármica que pesa sobre el individuo y decide el ciclo de sus existencias futuras.» (p. 116).
Es bastante común y está bastante extendida la concepción arcaica según la cual el sufrimiento es imputable a la voluntad divina, ya sea porque lo produzca de manera directa, ya sea que permita que otras fuerzas lo provoquen. Es más, en el área mediterráneo-mesopotámica el sufrimiento de los hombres fue tempranamente relacionado con el sufrimiento de la divinidad, con ello se les dotaba de un arquetipo que lograba otorgarles realidad y «normalidad». Eliade nos habla en ese sentido del mito del sufrimiento, muerte y resurrección de Tammuz. Este mito tiene un objetivo muy similar al que habíamos visto en los mitos lunares (de los que según el autor deriva), pero va más allá: ya que ofrece un mensaje optimista al afirmar  no solamente que gracias a su muerte el hombre justo se salva, sino que también le salvan sus sufrimientos: «Pues ese drama mítico recordaba al hombre que el sufrimiento nunca es definitivo, que la muerte es siempre seguida por la resurrección, que toda derrota es anulada y superada por la victoria final. La analogía entre esos mitos y el drama lunar, esbozado en el capítulo anterior, es evidente. Lo que ahora queremos hacer notar es que Tammuz –o toda otra variante del mismo arquetipo– justifica o, en  otros términos, hace llevaderos los sufrimientos del «justo». El Dios –como tantas veces el «justo», el «inocente»– sufría sin ser culpable. Se le humillaba, se le golpeaba hasta sangrar, encerrado en un «pozo», es decir, en el infierno. Ahí es donde la Gran Diosa (o, en las versiones tardías y gnósticas un «mensajero») le visitaba, le daba valor y le resucitaba. Este mito tan consolador del sufrimiento del dios tardó mucho tiempo en desaparecer de la conciencia de los pueblos orientales.» (p. 119).
Para el pueblo hebreo una calamidad histórica nunca suponía un hecho absurdo porque tras ella se veía la figura de Yahvé, todo lo contrario, suponía algo necesario porque estaban previstas por Dios para que el pueblo elegido no fuera en contra de su propio destino. Como nos muestra Eliade, los judíos van a ofrecernos un nuevo sentido de la historia: por primera vez los acontecimientos históricos van a tener un valor en sí mismos puesto que  son la mostración de Dios, es decir, el pueblo judío interpreta por primera vez la historia como una epifanía de Dios: «Ese Dios del pueblo judío ya no es una divinidad oriental creadora de hazañas arquetípicas, sino una personalidad que interviene sin cesar en la historia, que revela su voluntad a través de los acontecimientos (invasiones, asedios, batallas, etc.). Los hechos históricos se convierten así en «situaciones» del hombre frente a Dios, y como tales adquieren un valor religioso que hasta entonces nada podía asegurarles. Por eso es posible afirmar que los hebreos fueron los primeros en descubrir la significación de la historia como epifanía de Dios, y esta concepción, como era de esperar, fue seguida y ampliada por el cristianismo.» (pp.122-123). Puede uno preguntarse (como de hecho lo hará el autor) hasta qué punto esta concepción de la historia es inherente al monoteísmo en cuanto dicha revelación se efectúa en el tiempo, en la duración histórica. Esta nueva concepción de la historia que ofrece el judaísmo trae consigo una nueva experiencia religiosa, la fe. Eliade explica dicha experiencia a partir del clásico ejemplo del sacrificio de Abraham (que el autor considera como fundador de esta expresión religiosa), de cómo el sacrificio de su hijo no era simplemente el sacrificio del primogénito (costumbre extendida entre los hebreos hasta la llegada de los profetas) sino que suponía todo un acto de fe, una nueva relación entre el hombre y las divinidad. Pero a pesar de esta nueva valoración de la historia, el mesianismo no llega a superar la valoración escatológica del tiempo. Para los judíos el futuro regenerará el tiempo devolviéndole su pureza y su integridad. Eliade encuentra que el judaísmo lleva a cabo un doble movimiento que puede a primera vista parecer contradictorio y que sin embargo no lo es, esto es, en la concepción mesiánica la historia como hemos visto empieza a ser valorada por lo que debe ser soportada por el hombre, pero esto sólo es así debido a que la historia tiene una función escatológica, es decir, la valoración de la historia sólo puede llevarse a cabo porque el hebreo es consciente de que dicha historia será abolida en el futuro. Así vemos que lejos de lo que en un principio nos pueda parecer en el judaísmo pervive la actitud antihistórica que habíamos señalado como característica de las culturas primitivas
Eliade pasa analizar a continuación la especial importancia que tienen las teorías de los grandes ciclos cósmicos para mostrar la significación de la historia en las civilizaciones arcaicas. Estas teorías del «Gran Tiempo», como también las denomina nuestro autor, presentan dos orientaciones distintas: una tradicional, la del tiempo-cíclico que se regenera periódicamente ad infinitum y la otra, más moderna, del tiempo finito entre dos infinitos atemporales. Una característica común en ambas orientaciones es que suelen estar acompañadas por el mito de la «edad de oro». En ambas doctrinas esa edad de oro es recuperable: una infinidad de veces en la primera, mientras que una sola vez en la segunda.
Es en la tradición hindú donde esa teoría de los ciclos cósmicos se muestra más intensamente. El autor pasa a explicar brevemente en qué consiste dicha concepción del tiempo: «La unidad de medida del ciclo más pequeña es el yuga, la «edad». Un yuga va precedido y seguido por una «aurora» y un «crepúsculo» que enlazan las «edades» entre sí. Un ciclo completo, o magayuga, se compone de cuatro «edades» de duración desigual, de las cuales la más larga aparece al principio del ciclo, y la más corta, al final. (…) A las disminuciones progresivas de la duración de cada nuevo yuga corresponde, en el plano humano, una disminución de la duración de la vida, acompañada de un relajamiento de las costumbres y de una declinación de la inteligencia.» (p. 133). Aquí nos interesa sobre todo destacar un aspecto fundamental de dicha concepción: la eterna repetición del ritmo fundamental del cosmos, su destrucción y recreación periódica. La gran cantidad de cifras que tiene en cuenta la religiosidad hindú, ante tal ciclo sin principio ni fin, el hombre debe responder para no quedar eternamente atrapado, en ese sentido solo puede apartarse con un acto de libertad espiritual (liberación de la ilusión cósmica). Aunque encontramos también en el hinduismo un rechazo de la historia, según Eliade existe una diferencia fundamental entre ésta visión y las concepciones primitivas: el hombre de las sociedades tradicionales rechaza la historia reviviendo sin cesar el momento intemporal de los comienzos, el hinduismo por su parte ya no considera como una solución ante el sufrimiento ese tiempo auroral. Sin embargo introduce un elemento nuevo: ofrece una justificación ante la decadencia continua de la biología, de la sociología, la ética y la espiritualidad humana (algo muy ligado al mito de la edad de oro) con lo que resulta ser a la misma vez vigorizante y consoladora para el hombre aterrorizado por la historia: «Por el simple hecho de vivir actualmente en el kaliyuga, o sea, en una ‘edad de tinieblas’, que progresa bajo el signo de la disgregación y ha de terminar en una catástrofe, nuestro destino es sufrir más que los hombres de «edades» precedentes. Ahora, en nuestro momento histórico, no podemos esperar otra cosa; a lo sumo (y en eso se ve la función soteriológica del kaliyuga y los privilegios que nos concede una historia crepuscular y catastrófica) podemos librarnos de la servidumbre cósmica.» (p. 138).
Resulta interesante esta situación en la que se considera el hombre en una época de tinieblas y de fin de ciclo porque la encontramos en otras culturas y momentos históricos, por ejemplo en la civilización grecooriental donde destaca especialmente el mito de la conflagración universal: un mito que hunde sus raíces en la escatología irania y que nos habla del fin del mundo por el fuego, un fin del mundo del que se salvarán los buenos: «Se trata de una apocatástasis, de la cual nada tienen que temer los buenos. La catástrofe pondrá término a la historia y reintegrará, por tanto, al hombre a la eternidad y a la beatitud.» (p. 145). También está presente en grandes religiones como la irania, la judaica y la cristiana. Pero este rasgo común que comparten estas tradiciones, este fatal destino que es propio del momento histórico que les ha tocado vivir no debe ser considerado como un estigma pesimista sino más bien todo lo contrario: «más bien denuncia un exceso de optimismo, pues, en la agravación de la situación contemporánea, una parte, por lo menos, de los hombres veía los signos anunciadores de la regeneración que necesariamente debía seguir.» (p. 153). La historia, en ese sentido, podía ser soportada no sólo porque tuviera un sentido, sino porque era en último término algo necesario: «Los imperios se construían y se hundían, las guerras provocaban sufrimientos sin número, la inmoralidad, la disolución de las costumbres, la injusticia social, etc., se agravaban sin cesar, porque todo eso era necesario, es decir, querido por el ritmo cósmico, por el demiurgo, por las constelaciones o por la voluntad de Dios.» (pp. 154-155). Sobre esta cuestión la historia de Roma adquiere especial interés ya que integrando las catástrofes en una teoría-mito determinada (la de la «edad» de Roma y el «Año Magno»), éstas pudieron no solamente ser soportadas por los contemporáneos sino también ser valoradas de forma positiva inmediatamente después de su aparición.


Capítulo 4. «El terror a la historia».
Lejos de lo que pueda parecer, el conflicto entre la concepción arcaica (arquetípica y antihistórica) y la concepción moderna del tiempo (histórica) sigue aún presente en nuestros días. En efecto, todavía en la actualidad las sociedades agrícolas (tradicionales) europeas se mantienen con obstinación en una posición antihistórica, siguen reconociendo en la presión ininterrumpida de los acontecimientos los signos de la voluntad divina o de una fatalidad astral. Pero no son ni mucho menos los únicos que mantienen esta concepción arcaica o antihistórica del tiempo. Eliade nos muestra cómo desde los inicios del cristianismo (los Padres de la Iglesia) la sociedad intelectual de la Edad Media quedó dividida entre aquellos que defendían una visión lineal del tiempo (San Agustín es su máximo representante) y aquellos otros que se decantaban por una concepción cíclica del mismo y una regeneración periódica de la historia (entre los que destaca Joachim de Fiore). Durante el siglo XVII la concepción progresista de la historia comenzó a declinar la balanza a su favor ganando cada vez más adeptos (Francis Bacon o Pascal entre sus más destacados) para llegar a su máxima difusión en el siglo XIX gracias a la teoría del evolucionismo. No es hasta el siglo XX cuando nuevamente comienza a despertar el interés por la teoría de los ciclos: «así asistimos, en economía política, a la rehabilitación de las nociones de ciclo, de fluctuación, de oscilación periódica; en filosofía, Nietzsche pone de nuevo en la orden del día el mito del eterno retorno; en la filosofía de la historia, un Spengler, un Toynbee se dedican al problema de la periodicidad, etc.» (p.167).
Esta recepción de las teorías cíclicas en el pensamiento contemporáneo resulta especialmente interesante ya que pone de manifiesto el deseo de hallar un sentido y una justificación transhistórica a los acontecimientos históricos, es decir, muestra un deseo de volver a las posiciones prehegelianas. En efecto, desde Hegel se tiende a valorar el acontecimiento histórico en sí mismo y por sí mismo. Sin embargo, en la perspectiva hegeliana todavía sobrevive algo de la concepción judeocristiana que analizábamos un poco más arriba: el acontecimiento histórico era para el filósofo alemán la manifestación del espíritu universal. Como ocurría con los profetas hebreos, Hegel considera que un acontecimiento histórico es irreversible y válido en sí mismo en cuanto manifestación de la voluntad de Dios. Por su parte, también el marxismo conserva un sentido de la historia puesto que consideran que los acontecimientos conducen a un fin preciso: la eliminación final del temor a la historia. En ese sentido se puede decir que Marx ha revalorizado (a un nivel exclusivamente humano) el mito de la edad de oro, con la diferencia de que lo sitúa exclusivamente al final de la historia y no al principio. Sin embargo, el temor a la historia resulta cada vez más difícil de soportar desde la perspectiva de las diversas filosofía historicistas: «¿cómo podrá el hombre soportar las catástrofes y los horrores de la historia –desde las deportaciones y los asesinatos colectivos hasta el bombardeo atómico– si, por otro lado, no se presiente ningún signo, ninguna intención transhistórica, si tales horrores son solo el juego ciego de fuerzas económicas, sociales o políticas o, aún peor, el resultado de las «libertades» que una minoría que se toma y ejerce directamente en la escena de la historia universal.» (p. 173). Por ello, Eliade afirma que aunque la visión historicista sea inevitable para todos aquellos pueblos que definen al hombre como «ser histórico», no se encuentra sin embargo en la actualidad completamente extendida, es más, el autor llega a pronosticar una época no muy lejana en la que por la precariedad de la existencia debido a la historia, la humanidad volverá de nuevo la vista a la concepción del pueblo propia de los pueblos primitivos, es decir, «se conforme con repetir los hechos arquetípicos prescritos y se esfuerce por olvidar, como insignificante y peligroso, todo hecho espontáneo que amenazara con tener consecuencias «históricas».» (p. 176).
El horizonte de los arquetipos y la repetición solo puede ser superado impunemente mediante una filosofía de la libertad que no excluya a Dios. Es lo que según el autor lo que ocurrió cuando el horizonte de los arquetipos y la repetición fue por primera vez superado por el judeocristianismo y se introdujo una experiencia religiosa de nuevo cuño: la fe. La fe supone la emancipación absoluta de la ley natural y, en ese sentido, la más alta libertad que el hombre pueda imaginar. «En efecto, solamente presuponiendo la existencia de Dios conquista, por un lado, la libertad (que le concede autonomía en un universo regido por leyes o, en otros términos, la «inauguración» de un modo de ser nuevo y único en el universo) y, por otro, la certeza de que las tragedias históricas tienen una significación transhistórica, incluso cuando esa significación no sea siempre evidente para la actual condición humana. Toda otra situación del hombre moderno conduce, en última instancia, a la desesperación.» (p. 186).

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